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Fires de Sant Narcís de l'any 1959

El secreto del ángel sin cabeza.

Fué una helada noche de invierno. Densos vapores de niebla se levantaban del río amenazando con invadirlo todo. Crucé rápido un puente y una calle. Deambulé bajo los arcos de una plaza. Surgiendo de la niebla pasaba una sombra, y otra. Otra más... Eran otros tantos noctámbulos que se retiraban. Al fin me quedé completamente solo.

No sé que impulso me llevó a la famosa calleja de guijos desiguales empedrada en la que mis pasos resonaban como si pisaran una tumba larga, muy larga. En una esquina recortada por bruscas y grotescas sombras, un perro ladraba a la luna, que jugaba al escondite con una albas y breves nubes allá en el cielo, cerca de las estrellas. Mi presencia le hizo partir veloz, como huyendo de su propia sombra.

Emprendí lentamente la ascensión por unas escaleras pinas y resbaladizas que me llevaron a la plaza, inmensa y solitaria de la Catedral Basílica. Cerca, muy cerca, llameaba bañada por la luna, la gótica aguja de San Félix.

Me acerqué al pozo que hay en la plaza y, allí apoyado en el brocal, me sumí en profundos pensamientos, mientras observaba los progresos de la niebla que no en vano dusputaba a la luna el privilegio de envolver con el flúido y vaporoso contacto de sus girones, la ciudad toda, como si quisiera preservarla de miradas indiscretas que pudieran estorbarle el sueño a que, recatadamente, se entregaba.

Cuando más ensimismado estaba con mis pensamientos y una dulce somnolencia se apoderaba de mí, algo imperceptible primero, después ya más notable, me hizo volver, agitado, la cabeza en todas las direcciones. Era una especie de aleteo, suave y reposado. De pronto me quedé como paralizado. Sentí que un frío atroz me helaba la sangre en las venas. De lo alto vi que, de entre la niebla que ya ocultaba por completo el campanario, se dirigía hacia mí una especie de sombra, indecisa, espectacular, viviente... Teníala forma de un enorme pájaro -tan enorme, que a mí me parecia que sus alas abarcaban la inmensidad de la plaza, perdiéndose a lo lejos en la sombra- y su cabeza era singular: una especie de halo luminoso la formaba y sus movimientos era tan graciosos que me quedé asombrado.

- Nada temas- la voz llegó a mí como un susurro delicado y acariciador-. Mírame; ¿no me conoces?

¡Cual no sería mi asombro al descubrir que la, para mí, terrorífica aparición era, nada menos, que el ángel del campanario de nuestra Catedral !

- He bajado -continuó- porqué tenía necesidad de compañía y para poder charlar un rato. ¡Se está tan solo allí arriba! y la luna y las estrellas, ¡están tan altas! Espero serás mi amigo...

- Ángel... -acerté a balbucear, no bien repuesto aún de la emoción-, le pido perdón.

- He dicho que venía a ser tu amigo. ¿No quieres tú ser amigo mío? Ya sabes que los amigos pueden hablar libremente y sin rodeos ni prejuicios de ninguna clase. Puedes tutearme.

- Gracias, pues, amigo ángel. Según me has dicho te encontrabas muy solo...

- Sí, es verdad. Por eso he bajado. Acércate sin temor, que charlaremos a nuestras anchas, paseándonos por la plaza.

Me acerqué a él observándolo atentamente. Era esbelto y de andar pausado y cadencioso. Sus alas eran bellas y bien formadas. Su cabeza era extraordinaria: desprendía una luz dorada, maravillosa, y su cara estaba enmarcada por una larga cabellera de oro que le caía formando rizos por encima de su pecho y de su espalda.

- Estaba citado -empezó él- con una vieja lechuza, amiga mía, doctora en filosofía, en los ventanales del campanario, que son objeto de muy reiteradas visitas por su parte. Pero como teme a la niebla, hoy no vendrá...

- ¿Una lechuza amiga tuya? -le interrumpí.

- Sí y también te diré que en ese río más grande que vosotros llamáis Ter, hay una carpa también amiga mía, respondió. En las calurosas noches de estío, bajo muchas veces a bañarme en sus aguas. Un día, hace ya mucho tiempo, encontré a la carpa, que dijo venir de muy lejos, arrastrada por una de las avenidas del río y que andaba perdida y sin amigos. Entonces yo le dí unos cuantos consejos, quedando tan agradecida, que jamás se ha apartado de estos contornos.

- Veo -dije yo- que tu compañía es muy agradable... Dime -la pregunta era atrevida-: ¿qué opinas de nosotros los gerundenses?

- Verás... ¡Son tantas las generaciones que he visto desde el día que fuí colocado en lo alto de este campanario! Aún me acuerdo perfectamente de aquel hombre, de aquel artista gerundense, menudo, insignificante casi, al que fué encargado labrar mi estatua. ¡Con qué amor se puso a trabajar! ¡Como procuraba dar a su obra la forma ideal que había concebido! Muchas veces, en noches serenas y estrelladas, contemplaba, apoyado en el alféizar de la ventana de su cuarto de trabajo, el firmamento, como si quisiera espiar los movimientos y las formas invisibles de los espíritus para, luego, idealizarlos en lo que debía constituir la obra por él soñada. No puedo quejarme de él... Desde entonces, ¡cómo han cambiado los tiempos!... He visto largos períodos de paz y abundancia. Otros de escasez, calamidades y de guerra... Yo mismo sufrí las consecuencias: mi cabeza me fué arrebatada cuando...

Ah!, perdona si te interrumpo. ¡Qué torpe he sido, al no preguntarte por tu cabeza! Con la de veces que he pensado en ello. Y no solo yo, sino muchos son los que se han hecho la misma pregunta. ¿Qué fué de tu cabeza? Me gustaría mucho saberlo... Recuerda que ahora que soy tu amigo, no puedes negarme esta confidencia. ¿Quieres?

- Sí, voy a explicártelo. Pero no se lo digas a nadie, que ¡este es mi secreto...!

- Corría el año 1809 y la ciudad hacía varios meses que estaba asediada por las tropas de Napoleón, el genio de la Guerra, sufriendo sus terribles asaltos contra el recinto amurallado, cuyos bastiones iban cayendo, era el uno, ora el otro, en manos del tenaz sitiador, que se veía obligado a reforzar contínuamente sus cuadros debido a los grandes estragos que en ellos causaban los heroicos defensores gerundenses, prietas sus filas en torno a don Mariano Alvarez, su invicto, noble y generoso jefe. Me creo relevado de hacerte memoria de lo que ocurrió en aquella gloriosa jornada del 19 de septiembre, llamada muy justamente "El gran día de Gerona", ya que tú, como buen gerundense te lo sabrás ya al pie de la letra...

- Recuerdo el terrible momento... La ciudad sufría un feroz bombardeo de artillería. Los obuses estallaban por doquier con un fragor horrísono, sepultando vidas y haciendas en confusión dantesca. ¡Cómo me hubiera gustado bajar a prestar ayuda a los valientes hijos de Gerona! Nada hacía mella en su ánimo y su moral no decayó un momento, sino antes al contrario, se fortalecía con el mayor ímpetu del adversario, dando a la defensa nuevos bríos... De pronto, percibí que un silbido espantoso se acercaba a mí. Adiviné, más que sentí, que un álito de fuego incontenible, me iba a destrozar. Intenté ladear la cabeza, saltar al vacío, volar... ¡Imposible! No era más que una vulgar estatua de metal.

- Mi cabeza fué arrancada de cuajo y lanzada por los aires, lejos, muy lejos... Aunque surcaba el espacio con la velocidad de un meteoro, su caída no iba a tardar mucho; era inminente.

- Entonces sucedió una cosa imprevista. Un puntito negro se precipitó hacia ella como un rayo desde las altas regiones del espacio. Era una enorme águila, en todo su fiero esplendor. Sus descomunales garras cogieron mi cabeza, y la estrujaron despiadadamente. El ave continuó luego su raudo vuelo hacia lo desconocido por encima de cumbres y valles, ríos y llanuras, bosques interminables.

- Momentos después la inmensidad del mar extendía su brillante manto azul. El águila se dejó caer entonces bruscamente hacia la líquida superfície a una velocidad de vértigo. ¿Qué pretendía la feroz rapaz?

- Cuando faltaba ya muy poco para rozar las rizadas aguas del mar, se desprendió de mi cabeza de un modo tan violento, que al hundirse en ellas, produjo un gran revuelo en una multicolor manada de hermosos peces que nadaban casi a flor de agua. El chapuzón produjo sus efectos. La sensibilidad, que con el golpe de la granada había desaparecido, volvió en mí. Desde mi pedestal quise gritar, pedir socorro, ayuda... ¡Iluso! Mis manos crispadas se cerraron por encima de mis hombros, en el vacío, en la nada... ¡No tenía cabeza! Y sin embargo sentía que un sudor ardiente quemaba mi frente, mis mejillas, mi cuello, mi pecho. ¡Yo todo era una ascua encendida de dolor! La locura se apoderó de mí... Me tambaleaba como un beodo... Iba a caer... ¡Sí, me caía! No me dí cuenta de nada hasta que las aguas del mar se cerraron sobre mi cabeza. Ví entonces que me hundía, que me hundía sin parar...

- Descendía a una velocidad que no puedo precisar, pero que a juzgar por la rapidez con que desaparecía sobre mí la claridad, no debía de ser despreciable. Grandes grupos de peces de las especies más variadas se cruzaban en mi camino. Unos, al verme, huían despavoridos. Otros se acercaban contemplándome con curiosidad, reflejada en sus fríos y redondos ojos. Algunos, en su atrevimiento, llegarona arozarme con su boca viscosa, como si al darse cuenta de mi desgracia, quisieran aliviarla con un beso de despedida. Mientras, me hundía, me hundía incesantement.

- Las sombras era ya casi completas cuando algo, retorciéndose en mil formas distintas, pasó tan cerca de mí, que aterrado, ví de lo que se trataba. Era el poderoso tentáculo de un pulpo gigante que estuvo a punto de atraerme hacia un horrible fin... Sin duda no había acertado a verme, aunque sus descomunales ojos brillaban no muy lejos, con una luz rojiza que producía espanto. Y yo seguía descendiendo, hundiéndome hacia lo desconocido...

- La oscuridad era ya impenetrable. Entonces un mundo nuevo y fantástico se abrió ante mis asombrados ojos. Millares de puntitos fosforescentes brillaban en torno mío. Los había de todos los colores, formas y tamaños, y producían en conjunto, una extraña claridad maravillosa, indescriptible...

- Un paz abisal, de gran tamaño, que se deslizaba lentamente frente a mí produciendo una vivísima luz azulada, me permitió ver qué gran cantidad de algas y plantas marinas se desarrollaban formando grandes grupos, en extensas zonas de aquellos abismos marinos, agitando los mil brazos de sus hojas y tallos. Me daba cuenta de que había llegado al fondo del mar. Fué solo un momento: Por entre los oscuros grupos de algas vi brillar con nacarinos reflejos una enorme concha, entonces abierta. Allí, dentro de la concha fué a caer mi cabeza y aquella a su contacto se cerró violentamente, produciendo un extraño sonido metálico. Después, ya no supe más. Hasta que un día...

- Pasaron largos años. Aquellas profundidas marinas sufrieron grandes cambios a consecuencia de varios ciclones geológicos que se produjeron por allí cerca. La concha donde estaba encerrada mi cabeza, se desplazó muy lejos de allí. Ahora se encontraba posada sobre el fondo de doradas arenas de una recoleta cala de aguas poco profundas, transparentes y luminosas. En las noches de luna, desde aquellos diáfanos fondos podían contarse las estrellas del firmamento...

- Pero un día... Los pescadores de un pequeño puerto de aquellas cercanías salieron como era su costumbre al caer la noche, a tender sus redes por aquellos alrededores, y al rayar el alba, fueron a recogerlas para cobrar la pesca habida, la única y siempre incierta base de su sustento, pues era gente muy modesta. En una de aquellas redes quedó prendida la concha, improvisado estuche de mi desventurada cabeza.

- Cuando, ya dentro de una de las barcas estuvieron colocadas todas las redes, uno de los pescadores -de los más pobres del pueblo- se dió cuenta de su presencia al desenganchar de aquéllas el pescado, para proceder a su selección, y con un grito de asombro la mostró a sus compañeros. Todos coincidieron en afirmar -hasta los más viejos- que jamás habían visto una tan enorme concha. Su peso levantó asimismo un coro de exclamaciones.

- Entre todos se disputaban el honor de abrirla. Por fin, puestos de acuerdo, dos de los más forzudos marineros sirviéndose de unos arpones como palancas lograron después de ímprobos esfuerzos separar un poco las dos partes de la concha, acontecimiento que fué celebrado con alegres exclamaciones por los demás tripulantes de aquella barca.

- El interés en unos, la duda en otros, la esperanza en los más, estaban concentrados y se debatían acerca de esta pregunta no por callada menos sabida: ¿Qué tesoro se encerraría dentro de aquella concha descomunal? Pronto lo sabrían...

- Los dos marineros después de un ligero descanso reanudaron con más bríos, si cabe, su trabajo. Dentro de poco sus esfuerzos se verían premiados y el interés de todos sería saciado por el despecho o la esperanza hecha realidad. Otro empujon, otro, otro más...

- Un último esfuerzo y la concha se abrió de par en par. Entonces aquellos hombres quedaron paralizados de asombro. Ningún grito salió de sus gargantas. Sólo hablaban los ojos... El sol, que empezaba a elevarse majestuoso sobre el horizonte, arrancó del interior de aquella concha los aterciopelados reflejos de plata de la perla más extraordinaria que jamás ojos humanos habían contemplado. ¡Aquella perla era mi cabeza! Los pobres marineros cayeron de hinojos sobre la cubierta de su mísera embarcación dando gracias al Altísimo por aquel milagroso don pues les arrancaba para siempre de la misera en que hasta entonces habían vivido, aunque sin merecerla, pues eran buenos y honrados. ...Y soñaron... Soñaron con otra barca ancha y limpia, pintada de blanco, de albas y airosas velas desplegadas a todos los vientos, surcando las azules aguas del mar en busca de singladuras desconocidas... Soñaron que...

Súbitamente desde el campanario cayó sobre la solitaria plaza la grave voz de bronce de una campana. Luego otra y otra... Abrí los ojos con violencia; nervioso miré a mi alrededor. Quise gritar para llamar, para hacerme oir de... Pero ¿a quien quería llamar? ¿Quién debía oirme? ¿Qué es, pues, lo que buscaba entorno mío?

Con un movimiento brusco me aparté del pozo. Instintivamente dirigí la mirada a lo alto del campanario, huérfano ya de niebla, que había huído con el eco de las campanas. ¡Allí estaba, como siempre, igual que siempre, el ángel sin cabeza!

Mis manos temblaron -¿de miedo?, ¿de frío?- cuando al levantar todo lo que pude el cuello de mi abrigo, me hundí en él hasta los ojos. Con rapidez que casi se convirtió en fuga, crucé la plaza, despertando extraños ecos que a mí me parecían truenos. Busqué con ansia las sombras más densas, más oscuras, más impenetrables. Las sombras del olvido.

Alfredo Moner Dalmau

La presente narración se refiere a la gran estatua que simboliza la Fe, situada en lo alto del templete que corona el campanario de la Catedral de Gerona, y popularmente es conocida por "L'Àngel de la Catedral".

Programes de la col·lecció Bruguera-Gudayol de Girona. Somnis Antic

Portada del programa

Fotografia del programa: l'àngel de la catedral sense cap. "Mudo testigo de la inmortal gesta gerundense (1808-1809)".



La torre de la Catedral, coronada per l'Àngel.

Rèplica en ferro colat de l'Àngel, en un jardí.

L'artesà Joan Ensesa, restaurant l'Àngel de la Catedral, "in situ". Fotografia gentilesa de Joan Ensesa.

L'Àngel de la Catedral, fotografia de Jordi S. Carrera, dibuixat per Ramon Mª Carrera.


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