Rembrandt. "Familie mit dem Vorhang", 1646

Salvador Dali.
Paisaje con elementos enigmáticos, 1934.
Óleo sobre tela. 75,5 x 50,5 cm
(Colección Cyrus L. Sulzberg)

Teatro de títeres "Guiñol Didó", en la Gran Vía de Girona. C. 1952/55.

Las Ferias de Sant Narcís, en la Gran Vía de Girona.
Fotografía de Joan Masó i Valentí.

Fotografia de V. Fargnoli de la espartería de Miquel Roca.

Palau de Caramany - Girona años 80.
De izquierda a derecha: Josep M. Vayreda Canadell, Paco Torres Monsó, Eduard Vila Fàbrega, Francesc Fulcarà, Santiago Roca D. Costa y Pep Colomer.

Caspar David Friedrich.
(Greifswald, 1774 - Dresden, 1840)
Wanderer in the Mists, 1818
Kuntshalle, Hamburg.

Santiago Roca D. Costa. El meu pais, 1977.
Colección particular.

Santiago Roca D. Costa. Autorretrato.
Colecció del artista.

Santiago Roca D. Costa. Autorretrato.
Colecció del artista.

Santiago Roca D. Costa. Autorretrato.
Colecció del artista.

Santiago Roca D. Costa. Autorretrato.
Colecció del artista.

Santiago Roca D. Costa. Autorretrato.
Colecció del artista.

Rousseau, La fabrique de chaises, 1897.
París, Musée de l'Orangerie.

Carles Vivó en su taller.
Fotografía de Josep M. Llauger.

Marià Fortuny, El Parque del Buen Retiro.
(Reus, 1838-1874).

Velázquez, Vistas del Jardin de la Villa Medicis, en Roma, 44 x 38 cm, C. 1650.
Madrid, Museo del Prado.

Portada del catálogo de la muestra antológica
Roca D. Costa. Geografies i escenaris
Edición: Ayuntamiento de Girona, 292 págs., 2002.

Geografies i escenaris.

Ricard Planas
Director de la revista Bon Art

Poner títulos a los cuadros no deja de ser un acto de buena voluntad por parte del artista, y que el espectador los lea, otro acto de confianza y, a menudo, la primera pequeña puerta de acceso a toda una nueva realidad que pronto resultará próxima. Es una manera de resumir, en algunos casos, una parte del mensaje, y en otros, de ir a la esencia del mensaje visual a través de la palabra escrita.

Poner título a una exposición antológica resulta aún un poco más complicado, porque las personas son infinitamente más ricas que cualquier etiqueta o topónim que queramos atribuirles. En el caso que nos ocupa, hemos escogido Geografías y escenarios. Roca D. Costa por los siguientes motivos:

Geografías, porque ubica la escena en la que se sucederán los acontecimientos; tiene una connotación de situación, pero no sólo física, sino también mental. Así, hablamos de geografías en referencia a mapas reales e imaginarios, en referencia a introducir algo o a alguien en un contexto; o sea, los lugares en vista aérea que la pintura posteriormente plasmará. Al mismo tiempo, hablar de geografías significa también cartografiar los espacios mentales, donde los objetos físicos adquieren forma humana gracias a que se relacionan con las emociones, las sensaciones, los recuerdos...

Escenarios, porque es una palabra que hace referencia, como el término «geografías», al lugar en que se enmarca la acción, pero lo hace de una manera más precisa, más en el detalle. Hemos tomado la lupa para mirar el mapa donde ver los decorados, los personajes y el atrezo: en el fondo, la secuencia cinematográfica o el fragmento de la obra de teatro de la vida que es cada uno de los cuadros de Roca D. Costa. Escenarios porque, como él mismo ha escrito, "yo soy el suministrador de escenarios". Así, escenarios es todo eso, el lugar donde el encuadre es máximo, donde es tan próximo que se hará cotidiano y familiar. Escenarios, una palabra de teatro que es al mismo tiempo una metáfora a la vida ¾los griegos fueron los primeros en utilizarla en todas sus variantes¾ y referencia a un lugar donde todo, absolutamente todo, puede suceder...

La exposición antológica Geografías y escenarios. Santiago Roca D. Costa da a conocer, por primera vez en Cataluña, un recorrido pictórico y vital de este destacado artista catalán. La muestra exhibe más de un centenar de piezas agrupadas en tres ámbitos: etapa de formación, etapa de transición y etapa de madurez. El resultado de este proyecto evidencia algunos de los rasgos más identificativos del tono artístico de este creador: una progresiva evolución derivada de su atenta visión de la realidad urbana gerundense, que se contrasta con sus continuos viajes a Londres y a París, y su estancia en Barcelona. Asimismo, la exposición descubre el destacado papel del pintor en la introducción de nuevas corrientes vanguardistas internacionales agrupadas bajo el término «realismo» y que Roca D. Costa enlaza con la tradición de la pintura catalana y europea de los siglos XIX y XX.


-El grito de una pìntura de silencios.-

Y cuando nos pregunten lo que hacemos, podemos decir: «Estamos recordando».
Ray Bradbury, Farenheit 451

La pintura en el siglo XXI, el arte en el siglo XXI, la vida en el siglo XXI son bastante diferentes al talante de no hace muchos años. La manera de comprender, de vivir y de ver la realidad se ha transformado. La insoslayable movilidad del progreso y, en consecuencia, del reloj -tempus fugit, encontrábamos inscrito en los cronómetros de antaño— ha propiciado que la existencia ya no se cuente en segundos, sino en milésimas de segundo, aunque la gente aún se levanta más por factores climáticos, de luz y humedad, que por otras imposiciones como, pongamos por caso, un despertador. El mundo se mueve y no se detiene; la velocidad de las proyecciones es casi ilimitada, y las retinas funcionan sin parar, excepto cuando no se puede más: o revientan el televisor, el ordenador y el móvil, o es que se ha estropeado lo que hace funcionar los utensilios. Las lecturas sobre los acontecimientos se condensan en anécdotas superfluas y resumidas en anuncios publicitarios. Los coches, las personas, todo marcha al 2.000%, y pararse un instante, un segundo, es un auténtico lujo. «Tener dinero no es la verdadera riqueza de hoy día», solemos decir, y es verdad, aunque la mitad de la población mundial aún se muere de hambre, pero por si acaso, hemos ido a la Luna. El teatro de la vida se viste de escombros nada arqueológicos. Los protagonistas de la función, los humanos, hemos matado a Nietzsche, y las sectas se incrementan a la velocidad de las estrellas. Mientras tanto, la naturaleza reclama a gritos sostenibilidad, pero el petróleo y la voracidad del capital no la permiten. Y en medio de este dantesco panorama, a contracorriente del río que todo lo hace fluir, en la lejanía, se desdibuja, como un hallazgo, una persona que pinta. No es un espejismo; quizá en ocasiones podría parecer un acto surrealista, en esta época de la supertecnificación y de la cultura de las masas, o, si hablamos en términos de arte, su equivalente podría ser la pintura Paisaje con elementos enigmáticos (1934) de Salvador Dalí, donde ante nosotros se postra un hombre solo pintando, aislado frente a la sociedad, el cosmos, y desnudándose ante sí mismo, ante los otros.

Si nos acercamos y tomamos un primer plano, la distancia se acorta, y ante nosotros, plantada impertérrita, se define la figura de un hombre que, actualmente, construye la pintura con oficio -ésta es la madre del cordero!-, y lo hace pintando no más de quince cuadros al año. Los elabora sobre un lienzo —en un acto ancestral—, en un estudio de luz casi cenital, con pinceles —principalmente de punta fina e incisivos— y con colores al óleo cada vez más difíciles de conseguir en el mercado que todo lo tiene; con paciencia, con un background alcanzado a base de atención, lecturas, experiencia y convencimiento en lo que uno mismo hace; evidentemente, con genialidad y genio; con un sinfín de respuestas, pero también con una infinidad de preguntas. Es el escenario de Roca D. Costa —podría ser la geografía de un reducido grupo de elegidos que, diariamente, trabajan por la inevitable supervivencia de la pintura—; yo me atrevería a decir que es el escenario de un artista que, como ocurría hace muchos millones de años, maniobra con los pinceles para expresarse, comunicarse consigo y con los demás con la intención de hacer revivir, en este sano ejercicio que es la comunicación, sentimientos, emociones y reflexiones para entender mejor el porqué de un lugar, de un momento, porque en el fondo "hay una especie de nostalgia de cosas inconcretas o de momentos pasados que el tiempo poetiza y que, en cierto punto, es común a todas las personas. Es únicamente en este punto de contacto con los demás donde encuentro justificado el hecho de explicar mis sentimientos personales a través de la pintura" (1), escribió el artista. Y en este acto de comunicación, se ve a un hombre que sabe de su pasado y de su presente, y que ya está planteándole algunos interrogantes al futuro. Y es que pinta, sobre todo, para vivir y sentirse vivo, "porque si no, no sabría hacer nada más", comenta irónicamente y a menudo.

Además de la visión de un creador que pone freno a la fugacidad de los acontecimientos, del mismo modo que en su actitud vital, Roca D. Costa construye unas imágenes en forma de pinturas que se detienen a pensar, que silencian el caos, aunque también lo hacen evidente. Son pinturas que gritan en el silencio y, a la vez, que lo componen, lo geometrizan y consiguen que el espectador sea un auténtico visitante que se introduce dentro de este universo (el que quiera entrar, porque en esta pintura no hay término medio: o gusta o no gusta). Son pinturas que juegan con la cuarta dimensión, como cuando un actor se dirige al público: él no lo ve (por culpa de los focos...) pero sabe que está; así, alcanza una pequeña distancia para medir el exceso de responsabilidades que comporta el hecho artístico pero, al mismo tiempo, hace más partícipe a la gente, al espectador, de esta pequeña representación denominada Pintura. Este hecho es uno de los pequeños grandes descubrimientos del siglo pasado, y Roca lo sabe, en tanto que el espectador es una parte esencial para volver a hacer nacer y renacer la obra, porque, sin su mirada, no existe, y él lo hace cómplice.

Entonces aparece, sin quererlo y después de tomar una cierta perspectiva, un interrogante en esta nuestra imaginaria obra teatral denominada Pintura, como si de una obra de Dario Fo se tratara. Así, encontramos a una persona que le pregunta a un compañero: «¿Qué hace aquél allí arriba pintando una pared?», y su interlocutor le responde: «No sé, pinta».

Quizá éste no es o debería haber sido el inicio para presentar una muestra de arte, que tendemos a presuponer como un acto puramente estético y visual, pero es que tras las imágenes existe un conjunto de ideas, y en el caso de las piezas de este autor, éstas tienen fuerza y tradición, y esto queda bien patente. Así, todo este conjunto de consideraciones sobre el pulso de una sociedad y lo que simboliza un pintor dentro de este magma son reflexiones de quien suscribe estas líneas, pero que algo tienen de actitud vital y pictórica de Santiago Roca D. Costa. Por tanto, no sería de extrañar que estas líneas las hubiera firmado el autor —seguro que con más simplicidad y eficacia—, pues no debemos dejar de lado su buena pluma, que ya ha utilizado en numerosas ocasiones. Un hombre que ha seguido inmune a las modas y que, por encima de todo, es pintor y artista, y va aún más allá. Y entonces, llegados a este punto, es cuando podemos echar mano del dicho que afirma que las verdaderas obras de arte no las puedes abarcar de golpe, porque se te escapan. Son piezas que van más allá y que, como escribía su amigo, el político e historiador Joaquim Nadal, «En un mundo retorcido, la simplicidad es revolucionaria. Afirmar desde el distanciamiento la visión irónica, la sonrisa sarcástica, el escepticismo total, es provocativo, subversivo. El inconformismo de Santiago Roca D. Costa no es estridente: es natural, vital, se afirma cada día con indiferencia. Sólo así un gran artista ha podido triunfar y sobrevivir viviendo en Girona y vendiendo, como su padre, sobre todo fuera».(2).

La primera vez que me acerqué a su obra fue por casualidad, o por causalidad, no lo sé. Lo que sí sé es que no fue viendo una exposición, sino dentro del despacho de dirección de una sala de arte catalana. Lo extraño es que aún me acuerde del momento y de la escena con tanta exactitud: una tarde, una puerta entreabierta, un cuadro colgado de la pared, un par de segundos de visualización y un tema, la fachada de un escaparate londinense, que recuerda o que es, en el fondo, la fachada de una tienda de principios del siglo pasado en Cataluña. Pero de esto ya hablaremos más adelante. Fue como una chispa, y esto es la magia del arte. Aún recuerdo el grito de aquella pintura de silencios, de esta pintura de silencios.


Escena I.
Con ojos de niño.

No deja de ser extraño cómo, en la primera etapa de nuestra vida, los recuerdos, las sensaciones y todas las cosas con las que hemos convivido con mayor proximidad nos acompañan y marcan posteriormente la dirección de nuestros actos. (3). El futuro de Roca D. Costa estaba bastante claro, a pesar de que, a veces, las certezas se trastocan por completo en la caprichosa rueda del destino. Éste no es el caso, y de un padre pintor y músico, Jaume Roca Delpech, surgió un hijo, el único del matrimonio, que gracias a una sensibilidad innata y a que veía desfilar continuamente por su casa a hombres del mundo de la música, de las letras y de las artes plásticas, como Leandre Cristòfol, (4), por poner un ejemplo, acabó por dirigir sus pasos hacia el mundo de la creación. Si bien en los inicios el universo del pincel había compartido igual entusiasmo con el de la arqueología, «siempre ha estado primero la pintura», ha comentado el artista en reiteradas ocasiones. No es extraño, entonces, que se entienda mejor que nunca que cuando decimos que la obra de Roca D. Costa es pintura, o sea, que va más allá, esto se asocie con la formación autodidacta —pero caramba, ¡qué autodidactismo!— que pudo captar a través de su casa. También decimos que va más allá por su gran cultura en materias diferentes y que, al final, acaban dando sentido a las palabras Pintura y Arte. Y ésta no es una situación anormal sino que, por el contrario, tiende a ser cotidiana en el mundo cultural. Pongamos por caso el ejemplo del literato dublinés Oscar Wilde, en cuya trayectoria creativa resultaría fundamental la formación recibida de su madre y de los círculos de cultura que frecuentó. Pero además de este séquito de correligionarios culturales, en las pupilas de aquel niño que afrontaba el porvenir con un entusiasmo infinito, quizá el impacto visual más fuerte y que más y mejores estímulos propició fue el Guiñol Didó, aquella máquina de creación de sueños que se presentaba una vez al año en Girona. (5). Un circo pequeño —aunque sólo de tamaño— cuya piedra de toque se hallaba en el sentimiento, el oficio y la comunicación. Un escenario, de cartón y piedra, para salir de la monótona realidad de unos años grises y negros en muchos aspectos. (6).

Esta proximidad con una nueva realidad llena de ilusiones lo marcó, evidentemente, e hizo surgir en él el onirismo y la poesía, pero también le hizo ver las otras caras de la función y que en aquel primer plano donde se sucedían las acciones se intuía un misterio que no necesariamente se hacía evidente de manera explícita. ¿Cómo lo descubrió? Pues con picaresca y trabajando en el propio escenario, el Guiñol Didó (la primera tarea, curiosa tarea, que le encomendaron fue la de matar moscas). El trabajo que realizaba se situaba tanto delante como detrás del escenario, y él tenía tiempo para ver que detrás se escondía otra risa, que le ayudó a poner los pies en el suelo pero sin borrarle la sonrisa y el misterio del hecho artístico. Vio que existía un primer término (con las imágenes bellas y bien definidas) y un trasfondo (la atmósfera —la niebla para dar calidez— o, dicho de otra forma, las ideas que hacían crear estas imágenes y las estructuras para hacerlas funcionar), y que todo ello conformaba un todo. Equiparando esta risa teatral con la pictórica, el propio artista ha escrito sobre el primer término y el trasfondo en pintura: «Es saludable, pues, que en una pintura haya picardía e incluso un cierto cinismo, pero éstos nunca deben estar en primer plano». (7). Por tanto, no podemos menospreciar la capacidad, el sentido de racionalizar su universo por parte del niño al que, más adelante, el hombre adulto irá situando dentro del rompecabezas de la vida.


Escena II.
Del Guiñol Didó a la espartería del abuelo.

El teatro Guiñol Didó ha sido clave en el consciente y en el inconsciente de Roca D. Costa, como también lo ha sido la atenta mirada que el autor ha hecho de cuanto le rodeaba y que después le ha proporcionado la posibilidad de erigir estas monumentales construcciones pictóricas. Unas veces, una mirada a través de sus propios ojos, y otras veces, por medio del universo de su padre —su primer y gran maestro, según ha reconocido siempre el autor— y de pintores como Santiago Rusiñol, Prudenci Bertrana y Marià Fortuny, entre otros. Y si hablamos de realidades, la arquitectónica le ha interesado muchísimo, quizá por el volumen, quizá por verla reflejada en las obras de Jaume Roca Delpech, o por una infinidad de variables más. De esta forma, además del mundo del teatro de marionetas, la otra gran pasión del pintor catalán ha sido la arquitectura, así como escuchar música clásica, la guitarra de Django Reinhardt, las canciones de Georges Brassens, el conjunto británico The Beatles, la lectura de las obras de James Joyce o de los poemas de J. V. Foix o de Carles Riba, entre otros. Pues sí, los edificios han captado su siempre atenta y escrutadora mirada. Un urbanismo bastante particular —estamos recordando las tiendas de los años cincuenta— con un sentido bastante unitario en toda Europa, hecho que pudo comprobar el autor en sus viajes por el viejo continente, primero de la mano de su padre, y después, por sí mismo. En sus primeros años, el joven Roca aún captaba rincones de Girona tan mágicos como el interior del Café Vila, que pintó el barcelonés Jaume Pons Martí, o la fotografía de V. Fargnoli de la espartería de su abuelo, Miquel Roca, en la vecindad de Salt (un bello recuerdo que perdura incesante en su retina); y, más reciente en el tiempo, el histórico Café Coliseu o Can Muntanya, «un café y un mundo aparte, lleno de deporte y de desmadre», según Pere Carandell i Cruañas (8). Así, sus cuadros son un continuo trabajo de memoria histórica, en un esfuerzo de romanticismo por conseguir la permanencia de un tiempo que parece haber desaparecido. Unas arquitecturas antiguas que a veces sólo se visten de molduras y de olor a madera, de gusto a pretérito, y que otras veces dialogan con estructuras de edificios modernos o, incluso, en ocasiones sólo se intuyen en la lejanía. Unas tiendas, unas fábricas, unos escaparates, unos puertos que parecen pertenecer únicamente a Londres o a ciertos lugares de París, pero que en el fondo son los restos de una tradición nuestra que las nuevas generaciones ya no conocen. Son londinenses, pero mucho más catalanas de lo que parece. Y es que el autor está creando una verdad artística, su verdad, que no sólo ha de ser la de los ojos, sino también la de la mente. Por tanto, cuando se establecen equivalencias -"eso de Londres también lo he visto aquí, en Cataluña"., es cuando ha entrado en funcionamiento la verdad histórica de estas casas, que se conjuga a la perfección con la verdad pictórica de la mirada, juguetona y verídica, de Roca D. Costa, quien añade y quita, e incorpora nuevas tendencias, siempre razonadamente, a su placer: desde el cubismo hasta el pop art pasando, puntualmente, por lo cinético. Son arquitecturas que no sólo viven de la forma, sino que buscan detalles en su interior, de donde nacen bodegones de tiempos inmemoriales o donde se intuyen luces infinitas, y en el exterior, donde se homenajean desde el diseño gráfico, a través de logotipos como los del metro de Londres, hasta pósteres de batallas políticas perdidas pegados a un muro que se derrumba (como la pieza Mi país), o el diseño industrial, a través de botellas, maniquíes y otros utensilios diversos. Y así, con el dentro y el fuera, la forma y el fondo, la gente que lo mira, que lo miramos, y algún personaje solitario que transita por el camino, es como se conforma el universo de Roca D. Costa.


Escena III.
la calle del Nord, Balthus y el entorno artístico catalán.

Observando atento desde la ventana de su casa, un muchacho mira como una calle se pierde en la distancia. No, no es la descripción de ningún cuadro de Caspar David Friedrich, ni de ninguno de Balthus, si bien estos autores tienen piezas que evocan lo mismo que estas palabras. Es el niño y, después, el adolescente Roca D. Costa, que ha visto hasta la saciedad, desde la ventana de la que fuera su primera casa (un símbolo, la ventana, que el autor utilizará en sus obras como signo a partir del cual insinuar imaginarios), o a pie de carretera, una calle muy particular de Girona: la calle del Nord. Anteriormente hemos hablado de que el pintor escrutaba y se envolvía del aliento de lo que le era próximo, y esta calle tiene una magia especial, pues se trata de un lugar bastante particular, por no decir siniestro. Es la calle en que se encontraba la primera academia de Bellas Artes de Girona, ruinosa y decrépita, como la describen los escritos de la época, pero artística, al fin y al cabo. También allí vivió durante muchos años el gran pintor gerundense, amigo íntimo de Roca D. Costa, Eduard Vila i Fàbrega. Y no sabemos si por todas estas variables o, simplemente, por azar —¡qué trapacero es el destino!—, Balthus, en su Passage du Commerce Saint André, se acerca sin saberlo al universo que este lugar se ha creado entre los edificios de la ciudad de los cuatro ríos (aunque, actualmente, una de sus esquinas ha desaparecido). Balthus elaboró esta obra que Roca D. Costa ha mirado y remirado y sobre las cual está trabajando aún hoy, después de comenzar la tarea hace ya casi una década. (9). Pero no seré yo quien describa el inicio de esta pieza, ya que Francesc Miralles en este mismo catálogo, lo pone perfectamente de relieve, sino que pretendo hacer explícitas las coincidencias existentes entre Vila i Fàbrega, Roca D. Costa y Roca Delpech. Los tres han reconocido la valía de Balthus, y sus vidas se han interrelacionado de una u otra forma; así, o se han cruzado en alguna calle de París o se han relacionado en cuanto a la concepción de la pintura o bien en su continuidad de una tradición pictórica —en el caso de nuestros tres protagonistas, de herencia catalana, estatal y europea—, abandonando las modas pero incorporando, si hacía falta, estilos más recientes. Y hablando de tradiciones, si algún rasgo más hemos de asociar a esta rueda de la fortuna, con el pintor Balthus como protagonista, es que no negaremos la predilección de éste y de Roca D. Costa, compartida con tantos otros creadores (10), por Velázquez y, en concreto por la pintura Vistas del Jardín de la Villa Médicis en Roma. Con un añadido, y es que Balthus dirigió, de 1961 a 1977, la Académie de France, situada precisamente en esta Villa, que remodeló completamente y donde ejecutó parte de su obra. En sus viajes, Roca D. Costa, haciendo referencia al citado pintor español, dedicó más de uno de sus cuadros a este lugar, en donde conviven arquitectura y naturaleza. Un paraje en el que conviven, en tensión, arquitectura casi arqueológica y naturaleza, en un mensaje de dependencia del hombre respecto a la naturaleza, así como la reflexión sobre el paso del tiempo.

En este capítulo hemos hablado de un creador de gran interés como es Eduard Vila i Fàbrega, el cual, juntamente con Isidre Vicens, Joan Josep Tharrats y Josep M. Tapiola, integra el grupo de los cuatro pintores de la generación de los años veinte que mejor representan la buena calidad de la pintura gerundense de la posguerra, a pesar de que su introducción en el mercado estatal e internacional ha tenido poco éxito, exceptuando el caso de Tharrats. Tampoco podemos olvidar, en un tiempo anterior a ellos, la pintura de tono metafísico de Josep Colomer o el virtuosismo de Joan Orihuel o de Pere Perpiñà. Pero de todos los citados, Josep Colomer y Eduard Vila i Fàbrega, junto con Roca Delpech, son los tres grandes pintores que proporcionarían referentes de base al pintor catalán, a pesar de que éstos no se reflejarían hasta la etapa de consolidación de su discurso, a mediados de los años setenta. A nivel barcelonés, el ambiente es otro, y como escribe el galerista Llucià Homs, a partir de un comentario del periodista Sergio Vila-San-Juan, «Barcelona ha sido una ciudad marcada, en términos estéticos, por las denominadas vanguardias (...) con una fuerte influencia de la abstracción matérica de Antoni Tàpies», (11), así como de los salones de Octubre y de las muestras del Ciclo de Arte de Hoy, promovidas por el Cercle Artístic de Sant Lluc de Barcelona, el grupo artístico Dau al Set o la Artexpo de 1976 (o, dicho de otro modo, el Arco catalán que fue a parar a Madrid). Además, continúa Homs, «a partir de la segunda mitad de los ochenta afloran nuevas formas de pintura realista en la escena artística catalana. Estos nuevos realistas (...) a diferencia de los madrileños, no forman ningún grupo unitario». (12). Sobre esta época, el crítico Francesc Miralles también profundiza en su artículo publicado en este mismo catálogo. Pero asimismo habría que remarcar —y podría ser motivo de un posterior estudio— los vínculos de amistad y de similar concepción de la pintura existentes entre Santi Roca D. Costa y los artistas Marc Aleu, Roca Sastre y Rudolf Häsler, los tres ya desaparecidos.

Las gallinas de la amnistía. 1977. Lápiz y tinta. 31 x 25,5 cm.

Escena IV.
Un paralelismo: dibujos y humor.

No sabemos aún por qué gen los Roca Delpech —quizá por esta raíz francesa de su nombre— tienen una mirada tan particular de la vida. Ésta se manifiesta, principalmente, con una fina ironía que, de manera implícita, se intuye en sus cuadros y que, explícitamente, podemos encontrar en los dibujos humorísticos que ambos practicaron. El padre, además de ser «el hombre puntal de la denominada escuela gerundense de acuarelistas», como afirma Francesc Miralles, (13), y de ser un pintor autodidacta de primera, con una obra que supera el marco gerundense y en la que resulta evidente un impresionante dominio de la técnica del óleo,(14), también fue el «hombre bueno, el amigo desinteresado, el conversador inteligente y burlón (...) con una obra desconocida para todos (...) una deliciosa colección de dibujos humorísticos, satíricos, sarcásticos, punzantes, divertidos, obscenos, alegres y desvergonzados», según el pintor Carles Vivó. (15). Tanto la definición de la personalidad de Roca Delpech como la de sus dibujos son perfectamente extrapolables al tono de su hijo, Roca Delpech Costa, a pesar de que este último, muchas veces, debido a su método de trabajo y a su geniudo carácter, vista su idiosincrasia con algo más de distancia. Con todo, no deja de ser curiosa esta utilización del dibujo por parte de ambos creadores, que se enraízan en la tradición europea del humor gráfico y del cómic, dos modalidades que hoy día entran ya dentro de los cánones de la historia del arte. Así, no es extraña la afición de Roca D. Costa por la obra del norteamericano Robert Crumb, o la de su padre por la vertiente satírica de las acuarelas de George Grosz. Sin olvidar la tradición catalana a través de las revistas Papitu y L'Esquella de la Torratxa.

Pero si profundizamos más concretamente en el humor de Roca D. Costa, elaborado en largas sesiones mientras va a trabajar durante un breve período en la Administración pública, podemos dividirlo en dos apartados: uno de carácter político, con continuas alusiones al franquismo, y otro de constatación del pulso de la cotidianeidad, con una marcada crítica a los mecanismos represivos de la religión y con un grito al tabú sexual. Sobre el tema político, aparte de reflejar en clave de humor a dictadores y otros individuos poco deseables, cabe destacar la serie de las gallinas de la amnistía, todo un alegato al retorno de la lógica de la paz mediante un icono no menos particular y tranquilo como es una gallina. Todo un bestiario personal que sirvió muy bien para poner aquel punto de crítica tan necesario en los años del franquismo y de la transición, período, éste, que estuvo marcado, entre otras actividades reivindicativas, por la Assemblea Democràtica d’Artistes de Girona (ADAG), un movimiento en el que el autor participó activamente durante el breve tiempo que duró y que considera como «una buena iniciativa puntual, y nada más». (16).

Aparte del dibujo puramente caricaturesco, en la obra sobre papel de Roca D. Costa despunta siempre esta fina ironía heredera de la lucidez que le aportó esta modalidad del Arte, de la vida. Así, no es extraño que cuando dibuja un bodegón, o a través de una acuarela que plasma un preservativo descabezado, la motivación, en el fondo, surja de un hecho que el propio artista comenta cuando habla de por qué su padre lo hacía: "Yo hacía los deberes, y mi padre, para hacerse reír a sí mismo, dibujaba centenares de los muñecos más inverosímiles que se pueda imaginar, hasta que tenía que dejarlo porque le caían unas lágrimas como garbanzos, de tanto reír" (17).


Escena IV.
La atmósfera y las figuras de un hipotético tablero de ajedrez.

Un vez, una señora amiga y admiradora del pintor
Whistler le dijo: "Hoy, en las orillas del Támesis habia
una bruma deliciosa, algo que me recordó
a sus cuadritos. Fue como si uno de sus apuntes
adquiriera realidad...". "En efecto -le contestó el pintor
con afectada gravedad-. Poco a poco, la naturaleza va entrando en razón..."
Vicente Vega, Diccionario ilustrado de anécdotas.

Son las brumas del Támesis, pero también podrían ser las del río Onyar o las del Ter. Son el misterio, que es acto poético, y la pintura, en tanto que poesía, capta toda esta atmósfera. Grosso modo, esto es calidez, la calidez de muchas de las piezas que hacen participar al espectador de un misterio que unas veces es más hierático y otras, más climático. Pero, sobre todo, a menudo se da la participación del elemento natural, que, como orgánico que es, destila forma curva, dejando la línea a la pared, al edificio o a la esquina. Una naturaleza que evoca. Unos vegetales que «determinan, por su mera presencia, una tercera dimensión; es decir, se trata del juego entre lo orgánico y lo inorgánico. Pero en el caso de Roca D. Costa, lo orgánico no está presente de una forma natural y salvaje, sino ajardinada; es decir, connotación de actividad humana»,(18), palabras de Arnau Puig que sirven para poner de manifiesto la importancia de la tensión entre arquitectura y naturaleza, y que ya habíamos comentado a hablar de los jardines de la Villa Medicis de Roma pintada por Velázquez. Y de jardines también podemos hablar a través de la perspectiva y simetría perfectas de muchas de las piezas que Santiago Rusiñol radiografió en sus telas y que igualmente son referente en la obra de Roca D. Costa. Una vegetación domesticada por el hombre, sí, pero que también dentro del orden esgrime su parte de caos. Y, cómo no, si hemos de hablar de naturaleza salvaje y de atmósfera, no podemos dejar de lado la obra de Henri Rousseau o la literatura de Joseph Conrad. Pero centrémonos en el primero, un autor de misticismo casi naíf, de verdad ingenuamente pintada. Todo eso lo sabe Roca D. Costa, que se ha fijado en la atenta y onírica mirada del autor francés, y quien también hizo cuajar vegetación y edificios, como en la emblemática obra La fábrica de sillas, cuadro en el que aparece una casa-fábrica donde se leen los rótulos «Chesnoy et Cie» y «Fabrique de chaises», y que el artista asocia con la época en que trabajó en la elaboración de carteles y dibujando letras, tipografías, a las órdenes del amigo, cinematógrafo y diseñador gerundense Antoni Varés.


El tablero de ajedrez.

Un muro que impide mirar más allá, que tiene el aliento de la música de Pink Floyd o de la pintura matérica e informalista de Tàpies, que describe la intemperie y los grafitos humanos, que tiene regusto al mayo del 68, cuando se adhieren a él carteles de protesta o carteles anunciadores de otras actividades, como en la pieza SOHO, un óleo de 1978; un pilar, una farola, un buzón, una Boya (completamente sola) en el Támesis -pieza también del 1978-; un cuadro de dos figuras dentro de un gran escaparate con múltiples objetos y dos ojos que se entrevén en le lejanía y que son dos ventanas. Todos ellos son los objetos de un abecedario coral de referentes que parecerían no humanos en cualquier otro cuadro, pero que se humanizan en las obras vacías de transeúntes de Roca D. Costa, creando, así, un velo de misterio, de nueva intriga. Es cierto, el ser humano no aparece en presencia física, pero se palpa; está de otra manera. Está a través de objetos que dentro de la composición ostentan una posición central y preeminente y que son la metáfora de las personas. Sobre la intención de no incluir las figuras o de representarlas por, digámoslo así, objetos humanos, el autor sentencia: "Tomo los elementos de un lugar y selecciono los que me interesan para hacer aflorar aquello que el tema tiene de más arquetípico, porque querría hacer algo universal partiendo de lo particular. Por eso nunca pongo figuras. Mi obra debe algo a la pintura metafísica"(19). Con todo, esto no quiere decir que no sepa pintar la figura humana —que, posiblemente, incorpore con más frecuencia en el futuro—, y para desmentir esta idea bastaría con observar la buena factura de los centenares de dibujos y estudios sobre el cuerpo humano que tiene almacenados en su casa o ver sus autorretratos o algunos de los cuadros de esta muestra en los que el autor ha incluido un personaje que camina.

Así, paseando a pie para poderlo contemplar todo —eso, en estos momentos, ya es subversivo—, perdido por alguna calle, me adentro en las entrañas de un bello casco antiguo mientras converso con Santi Roca D. Costa, quien ya piensa entre bastidores las próximas pinturas. Mientras tanto, el viento suave de la primavera nos acaricia y nos conduce hacia la melancolía de los recuerdos.

Publicado en "Santiago Roca D. Costa. Geografies i escenaris", catálogo de la muestra expuesta en el Museu d'Història de la Ciutat, Girona, 2002, pàgs. 12-26.




Notas

(1) Breve texto, no firmado, de Roca D. Costa aparecido en la contracubierta del catálogo que se editó con motivo de la exposición celebrada en la Galería Biosca de Madrid en 1978. Volver al texto

(2) Joaquim Nadal i Farreras "Roca Delpech", en el catálogo Els Roca Delpech, Galeria El Claustre, Girona, 1994, pág. 11. Volver al texto

(3) Noam Chomsky, Una aproximación naturalista a la mente y al lenguaje, Editorial Prensa Ibérica, Barcelona, primera edición, septiembre de 1998. Volver al texto

(4) El escultor catalán, nacido en Lleida, era amigo de Jaume Roca Delpech y lo visitaba con frecuencia en Girona. Gracias a la buena relación entre ambos, el leridano se alojó en varias ocasiones en casa de los Delpech, quienes también le solían hacer encargos. Recordemos que Cristòfol, aparte de magnífico escultor, era ebanista por necesidad de subsistencia en la Cataluña de la inmediata posguerra. Así, movidos por el afecto mutuo que se profesaban, y en un acto normal entre los creadores, Cristòfol había regalado a Delpech dos obras, que Roca D. Costa aún conserva, y Delpech había obsequiado a Cristòfol con algunas acuarelas. Volver al texto

(5) Roca D. Costa aún recuerda con entusiasmo que un año, por enfermedad, no había podido bajar (porque el pintor vivía en un tercer piso del edificio que hace chaflán delante de Correos, en la Gran Via de Jaume I de Girona) a las funciones de títeres del Guiñol Didó. Al enterarse, Ezequiel Vigués, el titiritero y director de la empresa, le hizo llegar una postal en la que le decía que no se preocupara, que le esperarían. Cabe puntualizar que el autor era un seguidor incondicional de este espectáculo, y fue uno de los organizadores de la exposición homenaje que Girona rindió a esta compañía durante las Ferias de 1983 y que se celebró en las Salas Fidel Aguilar. Las marionetas del Guiñol Didó, realizadas artesanalmente por su director, se conservan actualmente en el Institut del Teatre de Barcelona. Volver al texto

(6) Roca D. Costa, "El pis de la Gran Via", Diari de Girona, Girona, 20 de octubre de 1988, pág. 40 del especial de Ferias. Volver al texto

(7) Roca D. Costa, La pintura com expressió, reflexiones para una muestra del año 1979. Volver al texto

(8) Pere Carandell i Cruañas, El tarannà del Doble Set (Noces d'Or de la Penya Doble Set [1939-1989]), Penya Doble Set, Girona, 1989, pág. 93. Volver al texto

(9) El pintor encontró en un anticuario de París una postal que daba a conocer una perspectiva similar a la que Balthus empleó para su Passage du Commerce Saint André; además, la postal en cuestión presenta la particularidad de que todos los personajes que en ella figuran, superpuestos en un fotomontaje, se acercan muchísimo a las figuras que se describen en el cuadro de Balthus. Volver al texto

(10) Cabría recordar, en clave de presente, la buena relectura que los alumnos de la artista Montserrat Costa en la Escola Municipal d’Art de Girona hicieron hace un par de años de las obras de Velázquez. Volver al texto

(11) Llucià Homs, La suggestió de la realitat, Grup d'Art Diagonal-Galeria Llucià Homs, col·lecció "Els nostres artistes", Barcelona, 1996, pàg. 4. Volver al texto

(12) Llucià Homs, La suggestió de la realitat, Grup d'Art Diagonal-Galeria Llucià Homs, colección "Els nostres artistes", Barcelona, 1996, pág. 4. Volver al texto

(13) Francesc Miralles, 75 anys d'art a Girona (1919-1974), GEiEG, Girona, 1994, pág. 112. Volver al texto

(14) Cabe mencionar que las pinturas al óleo de Jaume Roca Delpech aún están inéditas y sólo unas pocas se han expuesto de forma puntual. Volver al texto

(15) Fragmento de un texto de Carles Vivó extraído de Francesc Miralles, 75 anys d'art a Girona (1919-1974), GEiEG, Girona, 1994, pág. 112. Volver al texto

(16) Narcís Selles, Art, política i derogació en la derogació del franquisme, Llibres del Segle, colección "Rosa d'infern", Gaüses, 1999. Volver al texto

(17) Roca D. Costa, "El pis de la Gran Via", Diari de Girona, Girona, 20 de octubre de 1988, pág. 40 del especial de Ferias. Volver al texto

(18) Arnau Puig, en la revista Hogares Modernos, 1979, pág. 76. Volver al texto

(19) Entrevista realizada por Olga Spiegel y publicada en La Vanguardia, Barcelona, 6 de mayo de 1991. Volver al texto

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